
Es entonces cuando mi jirafita aparece aun venido de la nada, recorriéndose más de cincuenta kilómetros en tiempo record a altas horas de la noche en un día cualquiera, con tal de abrazarme y brindarme su “paraguas” contra esa llovizna pesada y angustiosa a la que le dio por aparecer y enturbiar mi felicidad.
La jirafa tiene un don especial para tranquilizarme, una paciencia que abarca incluso más de lo que vista alcanza y una sabiduría que aporta la vida y que no se encuentra en los libros.
A diferencia de esta princesa, mi cuadrúpedo gigante favorito si sabe por dónde atajar para desviarse de la tormenta y alcanzar un claro. Me coge de la mano y con dulce dedicación me saca de allí…
Es curioso imaginarse a esta princesa en apuros esperando a su caballero, y que dicho caballero sea la expresión humana de una jirafa sonrosada, muy dispuesto a rescatarme con su “paraguas” por lanza. Pero ciertamente así es, porque en este cuento mío los dragones son chaparrones emocionales y mi príncipe querido es una jirafita con alma de genio y corazón de músico.
Y cómo en todos los cuentos aquí también hubo un final feliz, con esta princesa abrazada a su jirafa escuchando como la tormenta se disipaba por obra y gracia de su bendito “paraguas”.
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