domingo, 31 de enero de 2010

Vida con olor a antiséptico

Fabio era un niño que nunca había sonreído. Tenia la mirada triste y agotada, con ese mirar de quien esta cansado de luchar contra la muerte a pesar de llevar pocos años de vida. El pequeño Fabio estaba muy enfermo, nació con una de esas enfermedades raras que muy pocos doctores saben diagnosticar.

Sus primeros meses de vida los pasó en el hospital, entre tubos, controles y manos extrañas con olor a antiséptico. Siempre al borde del final, siempre pensando que aquel sería su último latido, siempre poniendo en jaque a todo un experto equipo de cardiologia pediátrica que asistían atónitos a aquella criatura que se aferraba a la vida que su cuerpo quería negarle.

Aun cuando pudo salir del hospital, Fabio era un niño enfermo, una almita que respiraba por una maquina que daba oxigeno a sus marchitos pulmones, que ingería una media de doce pastillas al día y que sufría todas las semanas ese trasiego de análisis y pruebas de las que sólo se arrancaban un esperanzador tal vez o un terrible esta por ver cómo evoluciona.

Y cada día que pasaba por su esófago y con trabajo bajaban doce pastillas para el dolor, para la circulación, para darle aquello que a su cuerpo le faltaba pero ninguna le dio la calidad de vida que necesitaba.

Fabio vivía entre seres de batas blancas que buscaban un remedio que nunca llegaba, podían sedarle para el dolor y prolongarle la vida con algún medicamento pero de su agonía nadie le salvaría.

Era muy pequeño para saber que formaba parte de esa minoría que sufre en silencio la tortura de ser distintos, de ser raros y extraños en un mundo que no perdona las diferencias. Y a pesar de que sus padres se desvivieron por buscar ese remedio que nunca aparecía, Fabio se apagaba entre trasiego y trasiego de hospital a fundación, fundación a clínica y vuelta a empezar...

Fabio cumplió tres años sin una sonrisa que surcase su rostro, no había razones para sonreír cuando el cuerpo y la mente sufren tanto. Su mundo sin niños y de habitaciones frías era todo lo que conocía y allí raras veces hay motivo para la alegría.

Una tarde Fabio tuvo una crisis como tantas otras había padecido en su pequeño tramo de vida, su madre le había atendido con la sufrida destreza que se adquiere al pasar más de una vez por tan amargo trance, los médicos y sanitarios siguieron el programa habitual punto por punto y al ver que no daba resultado fueron más allá, se hizo todo lo posible porque Fabio volviera a abrir sus tristes ojitos pero él nunca despertó.

Sus desconsolados padres, pese haberse preparado mentalmente para tan cruel pero posible desenlace, le lloraron en la camita desde donde Fabio voló a un lugar mejor.

Pero algo extraño se había producido, el cuerpo inerte de Fabio dejó de presentar la rigidez extrema que necesitan los que soportan el dolor y en su dulce carita, ahora cubierta por las lagrimas de quienes le extrañaban, apareció el claro esbozo de una sonrisa.

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