lunes, 22 de febrero de 2010

Vestida de madurez

Recuerdo que antes, todos y cada uno de los días, esperaba impaciente a que amaneciera, me vestía con el sobrio uniforme del colegio y a penas desayunaba para llegar pronto a clase y verte sentado en tu pupitre.

Allí, separados por pocos metros, respondía tus miradas con una tímida sonrisa y me pasaba cada hora y cada materia esperando esos momentos que yo creía especiales, pero nunca me dirijías la palabra sólo sonreías tenuemente.

Todos los viernes al salir del colegio, deshacía mis trenzas y solía ponerme aquel vestido que tanto te gustaba, con el que corría hacia el parque. Llevando aquel vestido siempre solías acercarte y hablarme y eso me agradaba mucho.

Con estos alegres sucesos el fin de semana pasaba volando entre los tules de mi vestido y al regresar el lunes yo volvía a clase con mi impoluto uniforme y con él regresaba el silencio a tus labios.

Así transcurrían mis semanas, entre las delicadas alegrías que vivía con mi vestido y el anhelante esperar en el serio uniforme de mis días lectivos.

Un día en el recreo te vi acercarte a otra niña que llevaba el mismo uniforme azul que yo, pero para mi sorpresa a ella si la hablaste y no sólo eso, mientras la hablabas sonreías con la mirada y los labios.

Aquella mañana mi corazón se arrugó como los tules ondeantes de mi vestido y mi mirada se veló con una mancha oscura que no me dejaba notar el sol.

Llegó el viernes y mi vestido esperaba en el armario, impaciente corrí a mi cuarto, retiré mi uniforme escolar y me deslicé en el vestido. Pero al ponérmelo ya no sentí la alegría que emergía antaño.

Triste, me asomé a la ventana y fijé mi vista en el parque. Y allí te vi, sentado en tu banco de siempre pero con la mirada en el lugar opuesto al camino que yo solía hacer los viernes.

Me senté en la cama sin preocuparme lo más mínimo en alisar mi vestido para no arrugarlo y poco a poco lo fui mojándolo con mis lágrimas hasta que quedó empapado.

Allí empezaron los días grises, dónde la rutina imponía su marcial ritmo y tu mirada ya no buscaba la mía a través de los pupitres de clase.

Unos días después mis padres me llevaron de compras y entonces en un escaparate lo vi. Pedí cariñosamente a papá que me lo comprara. El cual al vérmelo puesto accedió de muy buena gana.

Al llevarlo puesto sentí que volaba. Aquel vestido parecía hecho expresamente para mí... Me abrazaba el talle con sublime delicadeza, realzaba el color de mis ojos y mostraba elegantemente las trazas de mujer que sobre mi cuerpo preadolescente se empezaban a ver.

Mamá me hizo un lazo a juego con él para que adornase mi pelo y me compró unos zapatos acordes con el estilo de aquel sublime vestido.

Llegó otra vez el viernes y en vez de quedarme sentada en mi cama, decidí estrenar mi nuevo vestido. Caminando por la calle, viendo como ondeaba la falda jugando con la brisa llegué sin darme cuenta al parque.

Allí estabas tú sentado en aquel banco, pero con la mirada fija sobre mí, con una extraña expresión que luego descubrí como sorpresa. Te levantaste de un salto y me sonreíste abiertamente pero yo seguí con una expresión tranquila en mi rostro.

Fue sólo un instante cuando mi mirada se cruzó con la tuya y en aquel momento descubrí que ya no sentía nada, ni pena, ni alegría, ni serenidad, ni rabia. Tú ya no me hacías sentir nada.

Me saludaste y no recibiste respuesta alguna, te encontraste de lleno con el silencio que tú me habías hecho sentir durante largo tiempo.

Cuando quisiste volver a hablarme yo ya había dado media vuelta caminando tranquila y con la cabeza bien alta. Dejando que vieras cómo mi silueta se perdía a contra luz del atardecer, mientras mi nuevo vestido bailaba a cada paso que daba para alejarme de ti.

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