miércoles, 13 de mayo de 2009

La Luna y el Sol

En los primeros días del universo, cuando el hombre aun no era hombre, sucedió que el Sol, astro predilecto, caprichoso y galán se enamoró de la pequeña y blanca Luna.

La Tierra planeta de agua, voluble y celoso, rechazaba en pleno este amorío que se traían su pequeño satélite y la gloriosa estrella.

Desde el principio la Tierra había anhelado tener luz propia y ser el centro de atención del sistema como era el astro rey. Por eso entró cólera cuando su pequeña compañera accedió a ser cortejada por el Sol, aquella humillación le dolía a la Tierra cuyo único consuelo era tener a aquel hermoso y pálido satélite rondándole día y noche.

La Luna y el Sol no escondían su amor, y se dedicaban las miradas más tiernas y amorosas jamás vistas, miradas que se clavaban como un puñal traicionero en la vanidad del planeta.

Aquellos amores eran complicados de llevar pues la blanca Luna siempre estaba acompañada por la Tierra. Así que el Sol y ella jamás podían estar a solos, tal como desea cualquier amante que se precie.

La Tierra observaba con enfermizo malestar como aquel romance resultaba imparable, a duras penas aguantaba ya como su satélite se pasaba los días y las noches suspirando por el Sol y como este mismo aparecía por el firmamento más grandioso y radiante cada día envalentonado por el amor de ella.

El planeta decidió actuar de manera desesperada y ruin, y se sacó aquel as de la manga que aun guardaba, desafiando las leyes del universo accedió a que la Luna y el Sol tuviesen una cita.

Y así se hizo, pero cuando la Luna y el Sol se aproximaron para darse su primer beso de amor los rayos relucientes y abrasadores de aquella estrella enamorada terminaron por quemar el blanco semblante de la Luna que quedó marcado para siempre tras aquel primer y último encuentro.

El Sol triste y enfurecido consigo mismo por aquella fatalidad decidió renunciar al amor de la Luna en vista de lo peligroso e imposible que resultaba la cercanía entre ambos.

Así fue como el satélite nunca más se salió de su órbita, acompañando a la Tierra con su palidez exuberante, pero siempre mantuvo aquella expresión melancólica que dejan los amores imposibles.

Y la Tierra envidiosa y cruel, tuvo que vivir el resto de sus días con la amarga sensación y el terrible remordimiento que le producía ver marcado el rostro de la Luna por culpa de sus celos y de no haber advertido a su compañera del peligro que entrañaba el verse con Sol.

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